CASTILLO DE PÌTTAMIGLIO

CASTILLO DE PÌTTAMIGLIO

martes, 27 de marzo de 2007

EL BAJO,UN ANTRO DEL MAL VIVIR EN EL SUR MONTEVIDEANO

Para unos era imprescindible, para otros una ofensa a la moral pública

Durante los diez últimos años del siglo XIX y los primeros treinta del siguiente, tuvo su auge el Bajo, un auténtico Barrio del Pecado que muchos consideraron la llaga de Montevideo
En las primeras décadas del siglo pasado, buena parte de la Ciudad Vieja montevideana tenía calles enfiladas al sur que se topaban contra la antigua muralla, levantada para proteger al barrio más antiguo de los temporales. Cuesta imaginarlo, pero cada una de aquellas vías perpendiculares al Río de la Plata, tenía un par de casas enfrentadas a través de la calle, cuyos costados estaban casi sobre las rocas o se apoyaban en la mencionada muralla cuya desaparición fuera inmortalizada por el tango de Víctor Soliño y Ramón Collazo Adiós mi barrio. El famoso Bajo capitalino, lugar legendario donde moraban todos los vicios, se vertebraba por las calles Yerbal y Camacuá y avanzaba dos o tres cuadras hacia el norte. Yerbal ya no existe y Camacuá era una suerte de prolongación de la calle Canelones actual, que se extendía hasta Ituzaingó. En ese barrio marginal que abarcaba unas pocas manzanas y al que el líder socialista Emilio Frugoni describió en una poesía como "la llaga que tiene Montevideo a su costado", se agrupaban burdeles, lugares donde se practicaba el juego clandestino, pensiones baratas y borracherías de diversas categorías en el cual convivían prostitutas, proxenetas, estafadores, ladrones, homosexuales y malvivientes rápidos para el cuchillo. Los hombres hablaban de ese lugar en voz baja y las mujeres daban vuelta la cara para el otro lado cuando los tranvías recorrían aquellas calles angostas y sucias que olían a toda clase de frituras. También es cierto que en sus alrededores, como tratando de conjurar el mal, se encontraban el Convento de las Hermanas de San Vicente de Paul y el primer Templo Inglés, demolido más tarde cuando se procedió a la construcción de la Rambla Sur. Y no es menos cierto que en sus alrededores estaban la Torre de los Panoramas, residencia del poeta Julio Herrera y Reissig y la casa de José Enrique Rodó. El primero fallecería en 1915, en pleno auge del antro de la mala vida que configuraba el Bajo y Rodó en 1920, durante un viaje a Italia. Pocos años después el barrio parcialmente destruido como consecuencia del temporal de julio de 1923 iniciaría una lenta pero inexorable decadencia.
Aunque el Bajo ofrecía en aquellos años un ambiente de pintoresquismo muy tentador, fueron pocos los contemporáneos que se animaron a ponerlo en evidencia, posiblemente para no delatar con su conocimiento directo, unos hábitos de vida que era más prudente ocultar. Uno de los que se atrevió a hacerlo fue Ramón Collazo, hombre clave del carnaval y uno de los fundadores de la Troupe Estudiantil Ateniense, cuyo padre era propietario del comercio Los dos frentes exactamente en la proa de Yerbal y Camacuá. En su libro Historias del Bajo, (Ed. Alfa, 1967) Collazo describió con precisión los visitantes habituales, los malandrines más temidos, las diversas formas de trabajar de las prostitutas que iban bajando sus tarifas de acuerdo a la pobreza de las cuadras hasta reducirlas casi a nada cuando ejercían su oficio en las piezas que daban al murallón, frecuentemente invadidas por el agua de las crecientes. Bajo el título Ubicación del Bajo pintó Collazo sus propias vivencias.
"La calle Yerbal era la avenida más importante de el Bajo. Empezaba en la proa de nuestro almacén, caminaba unos cincuenta metros y se encontraba con Ituzaingó, calle que arrancaba justo en la puerta de nuestro negocio; seguía una cuadra larga hasta Juan Carlos Gómez (Cámaras), luego hasta Bartolomé Mitre (Cerro) y terminaba en Ciudadela.
Desde Camacuá pasando por Ituzaingó, Juan Carlos Gómez y hasta Bartolomé Mitre estaba totalmente colmado de prostíbulos, no existiendo en este trecho ninguna casa particular. El tramo que iba desde Mitre a Ciudadela era muy corto y ahí sólo recuerdo un café llamado El Chumbito, una panadería situada en los bajos de la timba de El Tábano, una peluquería atendida por un tal Peluquilla y el restaurante La Parrilla. (...) En la calle Yerbal estaba lo más granado del Bajo pero hasta un costo de cinco reales. Este era el precio del "acto de amor", no aceptando ninguna meretriz la menor rebaja porque eso se consideraba denigrante y su amor propio no las dejaba que su mercadería fuera manoseada.
La calle Brecha empezaba en la puerta del Templo Inglés donde se dice que muchos guapos murieron prendidos de sus rejas porque ahí se citaban para aclarar sus entredichos aunque todo esto no es más que una novela porque en las rejas del Templo Inglés había mucha luz y no convenía darse cita. De modo que Brecha comenzaba en la unión de las calles Recinto y Maldonado, llegando en su primer trecho hasta Camacuá. Este pedazo muy corto, estoy seguro que estaba libre de prostíbulos e incluso recuerdo que vivían allí muchas familias. Pero el tramo de Camacuá a reconquista era como Yerbal: no había casa en que no estuviera instalado un lenocinio. Creo que esta gente era capaz de poner un prostíbulo en un simple agujero. Aquí también el precio era de cincuenta centésimos pero las menos agraciadas hacían competencia cobrando cuatro reales que en aquel tiempo era una buena rebaja. Por supuesto que luego se exponían a la mofa y al odio de las compañeras de oficio que se burlaban de ellas con frases lapidarias como ésta: "¡Che, vos vas a terminar en Recinto, ocupándote por tinguiñazos!" (...)
En la calle Recinto había mujeres de color que aceptaban a un hombre por un rato para sacarle unos pocos centésimos. Jamás intenté averiguar lo que pasaba en esa calle tan miserable.
En Camacuá vivían varias familias de suma decencia pero lograron colarse dos o tres prostíbulos y costó mucho para eliminarlos. Esto ocurría con cierta frecuencia. Por ejemplo hubo uno que se coló en Reconquista casi Ituzaingó donde también vivía gente honesta. Este prostíbulo fue famoso porque ahí trabajaba una francesa apodada La Botafogo famosa por sus peinados de una altura de medio metro y por pintarse en la cara un lunar del tamaño de un pocillo de café".
En 1978, editado por la imprenta La Vanguardia de La Paz, Canelones, se lanzó al mercado librero un excelente trabajo de Emilio Sisa López titulado Tiempo de ayer que fue... en el cual el autor siguiendo prolijamente diversos relatos orales, logró rescatar diversas vivencias del Montevideo de principios del siglo XX que amenazaban quedar olvidadas para siempre. Una de ellas fue el mundo del Bajo y los testimonios que pudo recoger, son muy parecidos a los relatados por Collazo.
"Yerbal era uno de los puntos de referencia cuando se hablaba de la ciudad. Es oportuno recordar que en la proa ya mencionada de Camacuá y Yerbal frente a la comisaría La Segunda (como también se le llamaba a ese barrio) estaba un almacén y despacho de bebidas Los dos frentes cuyo dueño era un honesto español Antonio Collazo, padre de Ramón (que años después sería más conocido por El Loro) y de Juan Antonio, ambos compositores de temas populares. (...) A pocos pasos de Juan Carlos Gómez hubo una especie de café concert mezclado con salón de baile que a partir de 1926 pasó a llamarse El Plus Ultra pues su dueño el español David Sánchez entendió que no menos merecía el Comandante Franco y su avión. (...) Llegando a la esquina con Mitre se encontraba en la acera sur un tambo en el que se podían despejar vapores alcohólicos con leche recién ordeñada que según las mentas llenaba de moscas a todo el vecindario. Enfrente estaba El Chumbito bar y reducto del canto criollo que supo ser de Pepe el Porteño hasta que una noche a consecuencia de una timba fue madrugado por un fullero al que instigaron otros rivales de juego. Al lado se podía comer hasta la madrugada los famosos "panes con grasa" de una panadería popularizada no sólo por su mercadería sino porque en los altos estaba la timba El Tábano, un personaje del ambiente, garito donde se tallaba fuerte y no pocos dejaron sueldos y jornales en ruedas de monte en manos de tahures. Y como buena calle que vivía de noche y "de la noche" no menos popular era La Parrilla llegando a Ciudadela, una especie de fonda o comedero que quedaba abierta hasta la madrugada. Enfrente estaba El Friyé, un boliche donde se podían comer postas de pescado frito a sólo un vintén. Sobre la vereda norte, los fondos del viejo Mercado Central con el patio y aquellas escalinatas de piedra a los costados y en la esquina las letrinas que olían desde lejos".
No eran las mencionadas las únicas bocas comerciales de un submundo donde proliferaban los negocios más ajenos a las costumbres del resto de la sociedad. Por las calles, transitaban incansablemente los vendedores ambulantes que llevaban en grandes canastones bizcochos borrachos (mojados en vino) "napoleones" y panes de leche con azúcar espolvoreada. En las esquinas había carritos que preparaban chorizos o vendedores de fruta que en los meses de calor daban a probar las sandías a dos centésimos la tajada. Según el clima, pululaban los maniseros con su bolsa al hombro, los que buscaban clientes para la mosqueta y los vendedores de libros obscenos que tenían fotos con "poses eróticas". También estaban los abastecedores de cocaína que ocultaban su mercadería en algunos comercios con los que actuaban en complicidad.
Todos los pequeños sitios de ventas enumerados en el capítulo anterior eran laterales al gran negocio de la prostitución y vivían a expensas del enorme público masculino que ésta atraía. Como ya se dijo, las llamadas "mujeres de la vida" ocupaban la mayor parte de la casas del Bajo y cobraban de acuerdo a su edad, su pobreza o los lugares donde "atendían" a su clientela. La mayor parte de ellas trabajaban para patronas que se encargaban de la higiene del local y a las cuales debían entregar la mitad de sus ingresos. Otras ejercían el oficio por su cuenta alquilando piezas, pero tanto unas como otras en su inmensa mayoría dependían de proxenetas que con el pretexto de protegerlas vivían a sus expensas tirando el dinero en copas o en timbas. Según escribió Ramón Collazo, el atuendo de las meretrices era variable. Las había que trabajaban "de corto"es decir de camisita por arriba de la rodilla y las que se ponían un vestido largo "porque sus maridos consideraban que era más decente". Pero estaban las imaginativas que se ponían camisetas de fútbol que luego unían con un alfiler de gancho por debajo de las piernas. Por medio de ese ingenioso arbitrio comercial, eran atraídos los clientes partidarios de esos equipos. Existían también otras rutinas que Collazo conoció personalmente. "Había algunas meretrices tempraneras que por la mañana tenían una clientela muy especial consistente en hombres con compromiso y algunos con cierta categoría que no querían que se les viese en ese barrio. Por eso usaban las horas de la mañana en las que no andaba casi nadie por el Bajo. A esta clientela especial yo los llamaba "los resfriados" porque ocultaban su cara con un pañuelo. (...) A las cinco de la tarde empezaba a llegar la primera remesa de chicas y al anochecer ya estaba el cuadro completo para empezar sus labores. Los sábados por la noche era un corso tan tupido que había que pedir permiso para circular tanto por la vereda como por la calle. Estos días los tranvías llegaban colmados hasta el techo y en la Plaza Independencia volcaba cada uno una cantidad de clientes que cruzando la plazoleta del Teatro Solís y sin importarle un pepino si esa noche cantaba el divino Enrico Caruso bajaban por Bartolomé Mitre hasta Yerbal y ahí, apartando ganado más de una hora, elegían la mujer de su agrado. (...) También había hombres que caminaban mucho porque buscaban a las damas que hicieran anormalidades. Para eso tenían que concurrir a las casas que cobraban más de un peso y en general eran propiedad de francesas. Pero llegó un momento en el que las criollas no tenían nada que envidiar a las extranjeras. Ese trabajo especial se llamaba "hacer el oficio" y cuando una criolla iba a anotarse a un prostíbulo de categoría la "madama" le preguntaba: ¿hace el oficio?, como requisito previo a su contratación".
Testigo invalorable desde la posición de su almacén, Collazo recordaba además algunos apodos de aquellas protagonistas. La Papa, porque siempre llamaba a sus clientes diciéndoles "vení que tengo la papa", La Payaso Pintado porque se maquillaba como para actuar en un circo, La Vieja Berta que tenía la nariz comida por la lepra y era tan anciana que solamente trabajaba a media luz para no delatar su edad, La Loca Aurora, quien para compensar su fealdad sacaba la mano por el balcón y les robaba el sombrero a los paseantes para hacerlos entrar, La Caballo de madera que era alta y huesuda, La Francesa Negra, La Cajón de muerto, La Pamento, La Choricera, La Coneja, que tenía gran cantidad de hijos pero su esposo legítimo hacía todas las tareas de la casa, la legendaria Soledad Varela de borracheras contínuas, cuyo recurso para mantener alejada a la policía era levantarse la pollera y mostrar que no usaba ropa interior, La Negra María que se vendía por lo que le dieran para comer, La Rafaela una lesbiana de cuchillo en la liga que hacía trabajar a su pareja llamada La Ruina.
No sería completa una descripción del Bajo en los primeros veinte o treinta años del siglo que acaba de finalizar, sin hablar de las milongas o bailongos, lugares de expasión musical al que concurrían marginales y desclasados y que tenían lugar en los tradicionales lugares tan frecuentados por la literatura de los tangos, con emparrados, pisos de tierra a los que se salpicaba con agua de palanganas para aplacarles el polvo y faroles a mantilla cuando se carecía de energía eléctrica. Si en un principio estos locales fueron el refugio de los negros libertos, en aquellos años ya habían comenzado a ser copados por proxenetas, meretrices en sus días libres, jugadores tramposos, perseguidos por la policía, toda clase de excluidos de la sociedad y confundidos entre todos, algunos integrantes de las clases acomodadas a los que se respetaba por su dinero. El libro Tiempo de ayer que fue... describe estos lugares, también llamados peringundines de esta manera.
"Tuvieron fama los locales que funcionaron en el Bajo en sus lindes con Guruyú, extendiéndose ya entrado el siglo hasta los suburbios apareciendo siempre al lado de cuarteles para juntar allí a soldados, francos algunos escapados otros, morenos y chinas empulpadas y diqueras que olían (es una manera de decir) a loción barata. (...) Los musiqueros no se daban tregua estimulados por la caña con que convidaban generosos a los parroquianos entregados ardorosamente a su vez a una puja de cortes. Muchas veces éstos no se limitaban a lo coreográfico; un roce, una mirada bastaban para que los guapos saltaran apareciendo en su mano el cuchillo que había escapado del cacheo, trámite sin el cual no se entraba. Más raro era el bufoso, arma de cobardes porque era consigna de guapos pelear siempre con el fierro. Cuando se armaban las trifulcas la orquesta le daba con todo a los instrumentos para cubrir de esta manera la batahola. (...)
Las más antiguas referencias señalan a la famosa calle de Santa Teresa -ya a fines de siglo- como el epicentro de los bailongos de la zona costera al mar, con sus burdeles y los café-taberna con pianolas de manubrio, al estilo de la época. Posteriormente, hacia 1910, se tienen versiones orales del funcionamiento de los bailes de La Grasería. (...) En la esquina con Colón estuvo la sociedad Los Reos (los nombres ya decían todo) en el mismo local que ocupó después El Perdigón de don Luis Granata, padre de Salvador, el músico. (...) Y en Yerbal 598 a pasos de Juan Carlos Gómez y con salida para Camacuá, estaba el famoso Plus Ultra que existía en realidad desde tiempo atrás, donde se hacían veladas musicales hasta la madrugada. (...) Pegado al Royal el viejo y famoso bar Zunino por donde pasaron músicos de renombre que tocaban en un palco que atravesaba el salón; al fondo, separado solo por una manoseada cortina, funcionaba una especie de academia de cortes y quebradas con expertos oficiando de profesores para la muchachada que quería graduarse de "piola". Como allí no había mujeres para acompañar, se prestaban de partenaires algunos conocidos maricas del ambiente entre otros entusiastas aficionados".
En el capítulo que se acaba de leer, se pretendió hacer una breve historia de los canyengues del Bajo, un barrio de los denominados "de tajos y puñaladas" que sirvió de desahogo a muchos montevideanos en los primeros treinta años del siglo que pasó. Pero sería un error creer que esos tugurios donde se bailaba fueran exclusivos de ese barrio. Por el contrario, los de peor fama estaban lejos del centro, muchas veces alrededor de los cuarteles. Es imposible dejar de recordar al más famoso: el Puerto Rico, una barraca con piso de barro o a Los Farolitos que estaba muy cerca del anterior, en Lucas Moreno y Avellaneda. Otros peringundines que tuvieron una atracción popular a la que no era ajeno un espeso malandrinaje fueron el Negro Luciano en la calle llamada hoy Felix Laborde, El Trompezón (tal como se escribe) en Susviela, El aeroplano, en La Teja, el Selecto en el Cerro, el Agrícola, en Propios y 8 de Octubre, La Mortadela en Piedra Alta y La Paz, Los haraganes con producto (curioso nombre) en Gaboto y San Salvador y el muy mentado Los Rosales en Lavalleja y Jackson. Algunos de estos canyengues sobrevivieron unos años a los del Bajo, que desaparecieron junto con barrio en los comienzos de los años treinta. Pero en este lugar, los ingredientes musicales de sus bailes tuvieron un entorno de violencia moral y de mal vivir que nunca fue superado.

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