CASTILLO DE PÌTTAMIGLIO

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martes, 27 de marzo de 2007

"EL CHALE DE GARDEL", DE VICTOR MANUEL LEITES, EN EL TEATRO EL GALPON

Un espejo insobornable

* Leites articula en El chalé de Gardel, dentro de una historia de pocos personajes y no muy extensa, una extraordinaria cantidad de ideas. Nelly Goitiño en el programa encuentra el tema de "la fuerza trágica que viven los mitos" y concibe a la obra como una "metáfora de la vida distraída de sí". La alienación, en suma.
JORGE ARIAS
Eduardo Víctor Haedo, Ricardo Bonapelch, Carlos Gardel, Gabriel Terra y guitarristas: el arte y el poder.
Fourcade: una sobria y eficaz composición.
El protagonista, Ricardo, afectado por un sentimiento próximo a la incapacidad de vivir, necesita ser otro. Pero no cualquier otro, sino el "ídolo". El ídolo es por lo general un cantor, en este caso Gardel; suele ser un jugador de fútbol, que permite al "hincha" o al fanático vivir triunfos que no se anima a intentar; por donde vemos que no se inventó la majadería ni a partir de los jóvenes ni a partir de Elvis Presley o Maradona. Ese ídolo suele ser también un dictador, como los emergentes Adolfo Hitler o Benito Mussolini, que tanta admiración despertaron en nuestro país en la época en que sucede El chalé de Gardel. El seductor "hombre fuerte", el gran padre por el que suspiran los hombres débiles; no en vano aparece el doctor Gabriel Terra, y no en vano muestra Leites la convergencia de los "grandes hombres", el cantor y el dictador.
Esta sociedad patriarcal tiene sus sacrificios de Abraham. Está en "El chalé de Gardel", con una potencia que envidiaría el más apasionado de los alegatos, el tema de la inferioridad social y legal de la mujer, a través de la "potestad marital", vigente en nuestro país hasta la ley de derechos civiles de la mujer 10.783 (1946). El hombre, todos los hombres, que aquí, significativamente, visten todos igual, es amo y señor. Esta dependencia legal es la única explicación de cómo Ricardo pudo vender, prácticamente a voluntad, los bienes inmuebles de su esposa (estancia Nueva Mehlem incluida) y de cómo fue, en los hechos, el verdadero dueño del patrimonio herencial de su desgraciada cónyuge.
Pero El chalé de Gardel contiene además el tema de la corrupción. Las "venias" (anuencias, autorizaciones) judiciales que le permiten a Ricardo saquear los bienes de María son posibles por la mediación de personas que lo recomiendan y hay un tráfico de influencias y campañas periodísticas tanto en los sucesos judiciales de 1933, cuando Ricardo parece salirse con la suya, como en los sucesos de 1941, cuando el cambio del equipo gobernante (la alianza herrerista-colorada de 1933 es desplazada por el golpe de Estado de Baldomir, que ambienta el regreso del batllismo) pesó en el enjuiciamiento, prisión y condena de Bonapelch (Ricardo), Guichón (aquí Adolfo; en la realidad, Artigas) y Gajas (Lincoln). Aún muestra Leites, con su radical honestidad, la tormentosa relación de Adolfo con Margarita, una de las amigas que acompañaba a don José (Salvo) en el momento del crimen, sugiriendo una explicación pasional para un crimen que la historia oficial tiene, pese a algunas ilustres disidencias, como la del doctor Leopoldo Hughes (en "Defensas penales", De Palma, 1951; y sobre todo en "Un crimen insólito", De la Plaza, 1985) como un "homicidio pacto precio" encargado por Ricardo, por cincuenta mil pesos, y ejecutado por Adolfo. Hay aquí, como puede verse, un tercer tema, el de la crítica de la "historia oficial", de los siempre posibles errores documentales y judiciales, interesados o espontáneos, de la sana desconfianza con que debemos analizar las apariencias que nos presenta el poder (tanto el de 1933 como el de 1941, como, por una lógica inferencia, el de hoy).
Con esto sólo estamos mostrando algunas de las facetas de este diamante, pero hay más. Como en "Doñarramona", como en "Varela, el reformador", Leites muestra, a contrapelo de las idealizaciones del pasado sobre imaginarios "días felices", que no todo tiempo pasado fue mejor. El señoritismo que capta agudamente El chalé de Gardel, la ostentación del ocio y hasta del vicio, el ideal del "bacán echado para atrás", no son aún, hoy, cosa del pasado; pero la idea calvinista-capitalista de la salvación por las obras y su consecuente moral del éxito, que sustituirá al señorito con el "ejecutivo", no presenta mayores ventajas.
El lector ve que nos ha tomado trabajo explicar dos o tres aspectos de la obra: pero Leites dice todo esto y mucho más en un par de diálogos. Son diálogos donde todo está cuidado y sopesado, donde no se notan, suprema elegancia, ni el largo y paciente trabajo previo, ni las costuras y repasos de la realización. Esta densidad, esta potencia comprimida, casi explosiva, esta seguridad y sobriedad en el trazado de los personajes y el armado de la escena dan a una obra de hace casi veinte años que trata sucesos de hace casi setenta, una lozanía y una vitalidad muy poco frecuente hoy sobre nuestras tablas.
La dirección de Nelly Goitiño es paralela a la sobriedad de la obra y tiene su misma felicidad en el detalle, su misma delicadeza artesanal. En la incesante y siempre significativa acción, los episodios se encadenan con la precisión de una máquina movida por un destino cuyo poder trasciende a los agonistas.
La escenografía (Carlos Musso) divide el escenario en dos zonas que significan alternativamente el bar Jauja, la cárcel y una habitación; y eso es todo el apoyo que el autor necesitaba para sugerir ambientes a partir de los mismos diálogos. El vestuario de Nelson Mancebo, un placer en sí mismo, participa de la austeridad y gravedad de la pieza sin mengua de su propia elegancia y de sus finas referencias a la moda de la época.
En la interpretación logró también Goitiño un semejante y muy eficaz efecto de conjunto. Todos los actores se desempeñaron con brillo similar, lo que debe señalarse especialmente porque ninguno de los personajes de El chalé de Gardel es lineal o fácil de componer. No obstante, se nos permitirá, privilegio del crítico, destacar dos labores. Una es la de Luis Fourcade (Ricardo), en uno de los papeles más complejos de la pieza. El actor está siempre en el justo medio, a buena distancia de la caricatura en un personaje que es, en sí mismo, una caricatura; lo compone con intensidad, pero sin forzar nunca el tono, con un buen registro vocal, tan cierto como nada alardeado, que supo de todos los matices necesarios para plantar en escena un personaje tan patético como, al fin, misterioso e inolvidable. Carlín (Adolfo) tuvo un desempeño de antología en un papel no menos difícil.
No hubo un instante en que el actor se desprendiera, ni mínimamente, de su personaje. Alcanzó el milagro de hacer comprensible, y casi compartible, a un criminal. *
"EL CHALE DE GARDEL", DE VICTOR MANUEL LEITES, EN EL TEATRO EL GALPON
Un espejo insobornable
* Leites articula en El chalé de Gardel, dentro de una historia de pocos personajes y no muy extensa, una extraordinaria cantidad de ideas. Nelly Goitiño en el programa encuentra el tema de "la fuerza trágica que viven los mitos" y concibe a la obra como una "metáfora de la vida distraída de sí". La alienación, en suma.
JORGE ARIAS
Eduardo Víctor Haedo, Ricardo Bonapelch, Carlos Gardel, Gabriel Terra y guitarristas: el arte y el poder.
Fourcade: una sobria y eficaz composición.
El protagonista, Ricardo, afectado por un sentimiento próximo a la incapacidad de vivir, necesita ser otro. Pero no cualquier otro, sino el "ídolo". El ídolo es por lo general un cantor, en este caso Gardel; suele ser un jugador de fútbol, que permite al "hincha" o al fanático vivir triunfos que no se anima a intentar; por donde vemos que no se inventó la majadería ni a partir de los jóvenes ni a partir de Elvis Presley o Maradona. Ese ídolo suele ser también un dictador, como los emergentes Adolfo Hitler o Benito Mussolini, que tanta admiración despertaron en nuestro país en la época en que sucede El chalé de Gardel. El seductor "hombre fuerte", el gran padre por el que suspiran los hombres débiles; no en vano aparece el doctor Gabriel Terra, y no en vano muestra Leites la convergencia de los "grandes hombres", el cantor y el dictador.
Esta sociedad patriarcal tiene sus sacrificios de Abraham. Está en "El chalé de Gardel", con una potencia que envidiaría el más apasionado de los alegatos, el tema de la inferioridad social y legal de la mujer, a través de la "potestad marital", vigente en nuestro país hasta la ley de derechos civiles de la mujer 10.783 (1946). El hombre, todos los hombres, que aquí, significativamente, visten todos igual, es amo y señor. Esta dependencia legal es la única explicación de cómo Ricardo pudo vender, prácticamente a voluntad, los bienes inmuebles de su esposa (estancia Nueva Mehlem incluida) y de cómo fue, en los hechos, el verdadero dueño del patrimonio herencial de su desgraciada cónyuge.
Pero El chalé de Gardel contiene además el tema de la corrupción. Las "venias" (anuencias, autorizaciones) judiciales que le permiten a Ricardo saquear los bienes de María son posibles por la mediación de personas que lo recomiendan y hay un tráfico de influencias y campañas periodísticas tanto en los sucesos judiciales de 1933, cuando Ricardo parece salirse con la suya, como en los sucesos de 1941, cuando el cambio del equipo gobernante (la alianza herrerista-colorada de 1933 es desplazada por el golpe de Estado de Baldomir, que ambienta el regreso del batllismo) pesó en el enjuiciamiento, prisión y condena de Bonapelch (Ricardo), Guichón (aquí Adolfo; en la realidad, Artigas) y Gajas (Lincoln). Aún muestra Leites, con su radical honestidad, la tormentosa relación de Adolfo con Margarita, una de las amigas que acompañaba a don José (Salvo) en el momento del crimen, sugiriendo una explicación pasional para un crimen que la historia oficial tiene, pese a algunas ilustres disidencias, como la del doctor Leopoldo Hughes (en "Defensas penales", De Palma, 1951; y sobre todo en "Un crimen insólito", De la Plaza, 1985) como un "homicidio pacto precio" encargado por Ricardo, por cincuenta mil pesos, y ejecutado por Adolfo. Hay aquí, como puede verse, un tercer tema, el de la crítica de la "historia oficial", de los siempre posibles errores documentales y judiciales, interesados o espontáneos, de la sana desconfianza con que debemos analizar las apariencias que nos presenta el poder (tanto el de 1933 como el de 1941, como, por una lógica inferencia, el de hoy).
Con esto sólo estamos mostrando algunas de las facetas de este diamante, pero hay más. Como en "Doñarramona", como en "Varela, el reformador", Leites muestra, a contrapelo de las idealizaciones del pasado sobre imaginarios "días felices", que no todo tiempo pasado fue mejor. El señoritismo que capta agudamente El chalé de Gardel, la ostentación del ocio y hasta del vicio, el ideal del "bacán echado para atrás", no son aún, hoy, cosa del pasado; pero la idea calvinista-capitalista de la salvación por las obras y su consecuente moral del éxito, que sustituirá al señorito con el "ejecutivo", no presenta mayores ventajas.
El lector ve que nos ha tomado trabajo explicar dos o tres aspectos de la obra: pero Leites dice todo esto y mucho más en un par de diálogos. Son diálogos donde todo está cuidado y sopesado, donde no se notan, suprema elegancia, ni el largo y paciente trabajo previo, ni las costuras y repasos de la realización. Esta densidad, esta potencia comprimida, casi explosiva, esta seguridad y sobriedad en el trazado de los personajes y el armado de la escena dan a una obra de hace casi veinte años que trata sucesos de hace casi setenta, una lozanía y una vitalidad muy poco frecuente hoy sobre nuestras tablas.
La dirección de Nelly Goitiño es paralela a la sobriedad de la obra y tiene su misma felicidad en el detalle, su misma delicadeza artesanal. En la incesante y siempre significativa acción, los episodios se encadenan con la precisión de una máquina movida por un destino cuyo poder trasciende a los agonistas.
La escenografía (Carlos Musso) divide el escenario en dos zonas que significan alternativamente el bar Jauja, la cárcel y una habitación; y eso es todo el apoyo que el autor necesitaba para sugerir ambientes a partir de los mismos diálogos. El vestuario de Nelson Mancebo, un placer en sí mismo, participa de la austeridad y gravedad de la pieza sin mengua de su propia elegancia y de sus finas referencias a la moda de la época.
En la interpretación logró también Goitiño un semejante y muy eficaz efecto de conjunto. Todos los actores se desempeñaron con brillo similar, lo que debe señalarse especialmente porque ninguno de los personajes de El chalé de Gardel es lineal o fácil de componer. No obstante, se nos permitirá, privilegio del crítico, destacar dos labores. Una es la de Luis Fourcade (Ricardo), en uno de los papeles más complejos de la pieza. El actor está siempre en el justo medio, a buena distancia de la caricatura en un personaje que es, en sí mismo, una caricatura; lo compone con intensidad, pero sin forzar nunca el tono, con un buen registro vocal, tan cierto como nada alardeado, que supo de todos los matices necesarios para plantar en escena un personaje tan patético como, al fin, misterioso e inolvidable. Carlín (Adolfo) tuvo un desempeño de antología en un papel no menos difícil.
No hubo un instante en que el actor se desprendiera, ni mínimamente, de su personaje. Alcanzó el milagro de hacer comprensible, y casi compartible, a un criminal. *
EL CHALE DE GARDEL, de Víctor Manuel Leites, por Casa de Comedias, con Luis Fourcade, Gustavo Alonso, Carlín, Arturo Fleitas, Fabio Zidán, Mario Palisca, Germán Milich, Mariela Maggioli y Susana Acosta. Escenografía y máscaras de Carlos Musso, vestuario de Nelson Mancebo, música de Fernando Condon, iluminación de Claudia Sánchez, dirección de Nelly Goitiño. Estreno del 10 de enero, Teatro El Galpón, sala Cero
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