CASTILLO DE PÌTTAMIGLIO

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martes, 27 de marzo de 2007

El controvertido Palacio Salvo

Ricardo Goldaracena

Es uno de los edificios más discutidos de esta ciudad de San Felipe, puerto de Montevideo. Hay quienes dicen que esta invención del arquitecto Palanti es feísima, y otros la encuentran preciosa. En esto me recuerdan la disputa entre Don Quijote y Sancho sobre el yelmo de Mambrino: "Eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otros les parecerá otra cosa". Claro, Sancho era la razón en estado de pureza bruta, pero el Caballero, que era la imaginación pura en estado místico, bien sabía, como lo supo después Campoamor, "Que en este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira; / todo es según el color / del cristal con que se mira". Es posible, se me ocurre, que el lírico español del siglo XIX le haya copiado esta máxima al sabio maestro Perogrullo, lo cual no le resta mérito al poeta ni a quienes lo citamos, pero nos permite a todos mirar la invención de Palanti, que me tiene a mí entre los que la consideran feísima, desde diferentes puntos de vista.
Pero a nadie le importará mucho lo que personalmente yo piense. Más interesante me parece plantear otras consideraciones, al margen de la estimación puramente estética. Esta ha de variar con el tiempo, y fundamentalmente con la sensibilidad y las ideas de los espectadores que contemplen la mole del Salvo desde algún ángulo de la plaza. A mí, por ejemplo, me preocupa más averiguar hasta dónde está insertado, si lo está, este original "palacio" en la memoria colectiva de los montevideanos.
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Lo cual requiere, previamente, averiguar que es eso de la memoria colectiva, cómo se introdujo el concepto en el mundo de la cultura y para qué sirve la existencia de una memoria de tal naturaleza, cuando ya existen la memoria individual y la memoria histórica.
Curiosamente no fueron los historiadores sino los sociólogos quienes, a comienzos del siglo XX, introdujeron el concepto de memoria colectiva. Desde entonces se la considera una forma de recomponer el pasado (algunos dicen que mágicamente) a partir de recuerdos que se remiten a la experiencia que una comunidad puede legar a un individuo o a un grupo.
Ella participa de las características de la memoria histórica y de la memoria individual. Como la primera, es una reinvención del pasado, y como la segunda, se construye desde la experiencia personal. Esto de la reinvención del pasado, me gusta. Me recuerda a aquella famosa película japonesa, Rasho-Mon, y a las clases de Derecho Procesal que en la Facultad de Derecho nos daba el Dr. Gelsi cuando nos explicaba los mecanismos de la prueba testimonial.
"La memoria colectiva, al igual que la memoria individual -dice Marc Bloch- no conserva el pasado de modo preciso, ella lo recobra o lo reconstruye, sin cesar, a partir del presente." De algún modo seguía el maestro Bloch la clásica división de las ciencias -en función de las facultades intelectuales- introducida por el canciller Francis Bacon (1561-1626), más famoso por filósofo que por canciller de Inglaterra (después reproducida por D'Alambert en el Discurso Preliminar de la Enciclopedia). Según el canciller filosofo, la Historia sería el producto de la memoria, la Poesía el de la imaginación, y las Matemáticas y la Filosofía los de la razón. Pero ya nadie cree en la clasificación de Bacon, ni Bloch mismo la creyó 75 años atrás. Porque hoy se sabe que la historia no es simplemente un recuerdo del pasado. La Historia es una obra del entendimiento elaborada por el intelecto, no un simple efecto de la memoria.
Volviendo a la memoria colectiva, debo añadir que ella es de formación lenta y se construye no sólo con la incidencia de los poderes públicos que fijan las fechas patrias los programas de enseñanza o los nombres de las calles sino con lo que el colectivo social sabe a través de su propia información o de la que le dan el sistema educativo o los medios de difusión. Es una memoria existencial que no está en ningún archivo, sino en la gente misma, una memoria que es subjetiva y valorativa, que aprueba o rechaza, canoniza o demoniza, y que seguramente simplifica mas de la cuenta. No se trata de lo que saben los académicos, los eruditos, sino la gente común. Ésta, la gente común, también tiene su percepción propia, que no es docta ni especulativa y que opera en forma circular: puede ser el fundamento de la admisión oficial o mediática de los hechos destinados a la reverencia pública, pero ¡cuidado! también puede nutrirse de la "oficialización" o la "mediatizacion".
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En un territorio que es más propio de la Psicología que de la Historia o el Derecho, la memoria, como recuerdo selectivo de los hechos y las cosas del pasado, implica siempre una recuperación. Así como olvidar es perder, desechar, recordar es recuperar, y recuperar es una operación -mágica, dicen algunos- que nos permite, a cada uno y a todos, reinventar el pasado desde nuestro presente. Por eso la memoria histórica, la individual o la colectiva difícilmente puedan ser objetivas, cuando apuntan a un supuesto metafísico cuya custodia está encomendada al individuo o al colectivo social.
Recuperación, repito, pero que no siempre tiene por qué ser reivindicativa, como la que hacen los grupos politizados e imbuidos de ideologías de distintos signos. Pero sí recuperación que otorga a quien la practica, conciencia de arraigo. Los pueblos que no tienen memoria del pasado no pueden tener futuro, suele decirse. Pero esa memoria del pasado, que nunca es objetiva, es siempre una construcción del presente, como lo son las gestas nacionales que cada pueblo edifica por serle necesario un mito que sirva de referente común al colectivo (mito cambiante, si los hay, porque los pueblos reinventan permanentemente su historia, y quienes hoy son los héroes recordados podrán ser los olvidados de mañana, y viceversa; el olvido y la desmemoria son el reverso del recuerdo). Si podemos averiguar hasta donde el Palacio Salvo, de 1928, es una construcción de nuestro presente (por sernos necesario tenerlo como referente urbano de Montevideo), habremos resuelto el problema planteado.
No sé si del todo, porque así como los mitos nacionales cambian (y Garibaldi o Bruno Mauricio de Zavala ya no son, junto a Artigas, Rivera y Lavalleja, los mismos principales héroes que a fines del siglo XIX se proclamaban desde un decreto del gobierno de Máximo Santos), a la misma mecánica han de obedecer los mitos urbanos, siempre variables al compás de las mudanzas de estilos, modas y gustos.
Aventura quijotesca ésta del Palacio Salvo. Podrá ser feo o lindo, útil o inútil, pero no se me diga que esta invención de los años locos, los años '20 del siglo XX, de semejante mole colosal con destino de hotel, no fue un sueño quijotesco, tan loco como el tiempo que lo vio nacer.
Es cierto que hay algo de cursi en esta veleidad de los hermanos Ángel, José y Lorenzo Salvo, enriquecidos con la industria del tejido, que encomendaron a Mario Palanti una torre de cemento -modernísima para su tiempo- de la misma altura que el cerro epónimo de la ciudad. Los nuevos ricos suelen ser cursis, pero si no fuera por ellos, Montevideo no tendría Palacio Salvo, ni Palacio Piria, ni Palacio Taranco. Si los dos últimos se pudieron levantar conforme a las apetencias "aristocráticas" de sus fundadores, para que sus moradores se sintieran como príncipes rodeados del condigno boato, el primero, en cambio, se levantó sobre la base de una idea utilitaria inicial: un hotel donde los pasajeros se sintieran como en Europa o Norteamérica. No tuvieron en cuenta los señores Salvo que el Montevideo de los años '20 no era París, ni Baden-Baden, ni Bostón, y el "palacio", de entrada, no resultó operativo, debió renunciar a su destino de hotel, funcionando éste sólo en un piso, y el resto dividirse en apartamientos.
La primigenia finalidad utilitaria del mamotreto de hormigón armado redime de alguna manera a los fundadores, pero no redime al producto final de sus características de fealdad, mal gusto y ridiculez, que no son atribuibles a los industriales textiles, es cierto, sino al arquitecto que soñó la extravagancia y la ejecutó según los dictados estilísticos de su tiempo.
Pero vuelvo a inmiscuirme en consideraciones estéticas que me importan a mí, no a mis lectores. Lo que se quiere saber es si el Palacio Salvo es un signo de la identidad capitalina y si está insertado en la memoria colectiva de esta ciudad de San Felipe. Yo, por ahora y provisoriamente, respondería en forma afirmativa. Por ahora y provisoriamente, porque en esto de los documentos de identidad y la memoria, nada es permanente y todo está sujeto a las mudanzas que imponen el tiempo y las veleidades humanas. Y si no, recuérdese lo que pasó en Nueva York con las torres gemelas.
Aunque la virtud del arraigo que otorga identidad a las personas y a las cosas, ese tener algo de donde asirse y sobre el que fundamentarse para la perpetuación futura, el Salvo la tiene ¡vaya si la tendrá!, como la tienen la torre Eiffel en París o la basílica de San Pedro en Roma. Son los referentes de un presente que emerge de un pasado que se carga cada vez más de gloria a medida que pasa el tiempo. Mitos, por supuesto, pero mitos gloriosos.

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