CASTILLO DE PÌTTAMIGLIO

CASTILLO DE PÌTTAMIGLIO

sábado, 17 de marzo de 2007

Francisco Piria

Martillero popular

Sansón Carrasco




La trompeta de Sayago evoca el recuerdo de los que más contribuyeron a popularizar al hijo de Lucango Cabanga, y en primera línea surge con indisputables títulos a la primacía Francisco Piria, el más conocido, el más activo, y el más ingenioso de los martilieros populares, el protector de las clases jornaleras, creador de pueblos y aldeas, y propagador incansable de la división de la propiedad.



Mis recuerdos acerca de los antecedentes de Piria sólo alcanzan a su aparición bajo el arco de salida del Mercado Viejo, donde estableció su tienda de remate permanente, que funcionaba desde las primeras horas de la mañana hasta las diez de la noche, hubiese o no concurrentes, con sol o con lluvia, con calor o con frío, oyéndose siempre el continuo pregonar del vendedor, cuya voz se enronquecía a medida que avanzaba el día, y que al llegar la noche se hacía de todo punto incomprensible.



Los dependientes de Piria apenas le duraban una semana. Si se formase una estadística de los que en Montevideo padecen de la laringe, seguramente que figurarían en crecida proporción los que llevaban el martillo en la tienda del arco del Mercado.



Eran de verse los esfuerzos que hacía el martillero para atraer marchantes.



—¡Vamos a ver, señores! —repetía con énfasis—¡cinco reales! cinco reales ¿no hay quién dé mas? Fíjense que esto es tirado a la calle... ¡cinco reales! ¡cinco reales! Y al mismo tiempo que con la derecha mano repicaba con el martillo sobre el mostrador, cada vez que ante la puerta pasaba un transeúnte, mostraba con la izquierda en alto un calzoncillo o una camisa cuya bondad ponderaba inútilmente, pues ni los bancos ni las sillas, únicos concurrentes, por lo general, de la tienda, se dejaban convencer por la elocuencia del orador.



Pero no por eso se arredró Piria.



Cuando el público no acudía de suyo, él buscaba medio de atraerlo, y así como los cazadores de jilgueros ponen un llamador para que los que vuelan acudan al reclamo, así también Piria alquilaba llamadores, cuatro o cinco grandules de ésos que haraganean en los bancos de las plazas, los cuales servían de reclamo para hacer entrar los paseantes desocupados, que a su vez iban formando un núcleo que poco a poco aumentaba hasta que la concurrencia llenaba todo el local.



Aquí de la habilidad de Piria para ofrecer los artículos que él juzgaba aparentes para la clase de público que lo rodeaba. Si las camisas y calzoncillos no encontraban acogida, salían a relucir los sacos y pantalones; si se presentaba un paisano, ponía en venta, como quien no quiere la cosa, un par de bombachas; y cuando creía distinguir a algún parroquiano acomodado, sacaba a luz sus alhajas, cuyo mérito pregonaba con toda honradez, porque, en medio de todo, Piria era incapaz de engañar a nadie.



—"¡Vamos a ver, señores! ¡Un anillo con brillantes falsos! ¡Garantidos falsos! ¡Aquí no hay engaño!" Y sin esperar postura, marcaba ya de antemano el precio: "¡Un peso, señores, un peso por este magnífico anillo! ¿No hay quien dé más? ¡Aprovechen la pichincha de la ocasión!" Y mientras seguía la cháchara interminable, circulaba la prenda de mano en mano, hasta que alguno se tentaba, y ofrecía un real más, y caía el martillo, y reaparecía otro anillo y otro, mientras la demanda de anillos no aflojaba.



Cuando más en auge estaba la casa del arco del Mercado, el fuego devoró en una noche toda la mercancía allí almacenada. Piria no aprovechó aquella circunstancia de fuerza mayor para eludir o aplazar sus compromisos.



Peso sobre peso pagó a sus acreedores lo que les debía, reabrió su tienda con más crédito que nunca, y para resarcirse de las pérdidas, dio mayor vuelo a sus especulaciones, inaugurando las ventas de tierras por solares en parajes próximos a la capital.



Nunca olvidaré yo aquellas escenas de la Plaza independencia, donde Piria hacia al aire libre sus especulaciones de terrenos. Colocaba bajo uno de los paraísos que flanqueaban la calle una larga mesa, sobre la cual instalaba los planos del pueblo en perspectiva. Como reclamo, tenia a su lado una murga compuesta de un fagot, un clarinete y un tambor destemplado, tres instrumentos que hacían un terceto insoportable, y así que se iban agrupando los curiosos, empezaba la venta.



Con el sombrero echado hacia la nuca, levantando el martillo con la derecha, y apuntando con el índice de la izquierda al plano desplegado sobre la mesa, ponderaba Píria la excelencia y buena posición de los terrenos.



Generalmente su auditorio se componía de algunos paisanos, de ésos que después de vendidas las tropas de ganado o entregadas las cargas de las carretas entran a la ciudad a proveerse en las lomillerías y almacenes de la calle del 18, y de los lustra-botas acampados en las plazas a la espera de marchantes embarrados.



Contra ese público esgrimía Piria las armas más contundentes de su tentadora elocuencia:— "¡Vean ustedes, — les decía, vamos ahora a vender este solar de la manzana B! ¡Magnífica situación! ¡Terreno alto! ¡En la esquina de la plaza!"



Los espectadores se codeaban para ver de cerca el plano, y entonces el martillero, aprovechando la curiosidad, continuaba con mayor entusiasmo: "¡Aquí está la iglesia! ¡Aquí la comisaría! ¡Aquí la escuela!" y a cada una de estas indicaciones señalaba con el dedo un punto en el plano, con gran asombro de los concurrentes que con tamaño ojo abierto no acertaban a explicarse como podía haber una iglesia, una comisaría, o una escuela donde solo veían rayas de tinta trazadas sobre un papel.



Convencido al fin Piria de que su marchantazgo no entendía mucho de planos, resolvió hacer las ventas sobre el mismo terreno, y entonces organizó esas fiestas en que los concurrentes gozaban de tren gratis, gratuitas diversiones y sabrosos asados con cuero, que nada les costaban. Los wagones se atestaban de gente, las murgas hacían oír en el trayecto sus destemplados acordes, la locomotora silbaba cruzando los campos, y en medio de la algazara de los viajeros, llegaba el convoy a la estación de Las Piedras frente a la cual está situado el Recreo trazado por Piria, cuyas calles son hoy vistosas alamedas, y cuyas plazas están adornadas con fuentes y estatuas que poco a poco se deslíen bajo la continua acción de las lluvias que soportan.

Y las ventas continúan siempre igual en un pueblo que no tiene límites, y que llegará sin duda con el tiempo a ser el barrio más poblado de Las Piedras, debido al empeño del infatigable martillero, que ingeniosamente ha combinado el medio de poner la propiedad al alcance de las clases pobres, vendiéndola por cuotas ínfimas pagaderas a larguísimo plazo.



A la expectativa siempre de todo suceso que atraiga la atención del público, aprovecha con habilidad el momento oportuno para hacer su negocio, halagando al propio tiempo los sentimientos populares. Muere el Rey Galantuomo y Piria funda a los pocos días el pueblo Víctor Manuel, cuyos obligados compradores han de ser los súbditos del monarca llorado.



Pero como entre los mismos italianos hay algunos que no miran con buen ojo al Rey que había destronado al Papa, Piria, para contentar a todos, traza a pocas cuadras del pueblo Víctor Manuel el plantel de la villa Pío Nono, y así como en el primero levanta una estatua, en la segunda pone la piedra fundamental de una iglesia, presumiendo, con razón, que los habitantes de aquel centro pontificio han de ser fieles devotos de la religión católica.



Más allá funda el barrio Garibaldi, para los admiradores del león de Caprera: en el Reducto establece el barrio Nueva Savona, cuyos solares vende en menos de un mes. Pero, como no sólo los italianos han de comprar tierras, Piria tienta a los franceses con el pueblo Gambetta, a los españoles con el pueblo Castelar y ésta es la hora en que está tal vez ideando el plano de un pueblo John Bull, para buscar compradores entre los ingleses, que son hasta ahora los únicos desheredados de un centro en que se aglomeren todos los hijos de la nebulosa Albión.



En la víspera de uno de esos remates ruidosos es cuando entran en acción la corneta y los pulmones de Sayago, quien, así como es políglota hablando, lo es también tocando en su corneta, y si lo que anuncia en venta son los solares del pueblo Gambetta, ejecuta la Marsellesa; si del barrio Castelar se trata, hace oír los acordes del Himno de Riego; y entona la marcha de Ganbaldi, si la venta es en el pueblo Víctor Manuel o en el barrio Nueva Savona.



El cartel contiene por lo general el plano de los terrenos, con su rosa de los vientos y todo, que maldito si la entiende la mayoría de los interesados. Enseguida viene el programa de las fiestas, en las que hay carreras en un pie, o de espaldas, corridas de sortija, juegos atléticos y otras diversiones estrafalarias, que terminan con un lunch, copiosamente regado con sendas damajuanas de una bebida oscura que no sólo parece vino por el color, sino que hasta lleva el nombre de tal. ¡Cómo calumnian a las viñas!



El terreno del remate es una verdadera romería. Aparte de los interesados en la compra, que son los menos, concurren allí todos los que no tienen que hacer de sus domingos, aprovechando la ocasión de tener un día de campo y hartarse sin que les cueste un centavo, merced a la generosidad de Piria, a quien poco se le da sacrificar algunos reales a trueque de ver su remate bien concurrido.



Nadie como él para despertar en el obrero el amor a la propiedad. Con palabra sencilla y fácil le hace entender la conveniencia de tener un terreno propio, adquirido sin el menor esfuerzo, con solo ahorrar cada semana lo que el domingo gastaría en placeres perjudiciales para su salud y oneroso para su bolsillo. ¿Quién no puede poner de lado veinticinco centésimos cada semana? Pues con esa friolera, cualquiera puede hacerse propietario, y con poco más, puede también edificar una casa, cuyo costo va pagando insensiblemente, haciéndose cuenta que paga un módico alquiler, que día más, día menos, alcanzará a cubrir el precio del edificio, que después queda siendo suyo, sirviéndole de refugio para los malos tiempos en que el trabajo escasea, sin verse expuesto a carecer de un techo bajo el cual pueda cobijar a su mujer y sus hijos.



Así habla Piria a los obreros, y más de uno ha de bendecirle cuando, al volver de su ruda tarea, se encuentra junto al hogar rodeado de los suyos, feliz al sentirse dueño del terreno que pisa y de las paredes que le protegen contra las inclemencias del invierno y los ardores del estío.



Y no para ahí la especulación filantrópica de Piria, pues, no contento con hacer propietarios a los pobres, se encarga también de vestirlos a módico costo, y al efecto instaló un vasto taller de sastrería donde se confeccionaban trajes a precios inauditos. El fue el introductor del Rémington, no del que mata, sino del que abriga, unos capotones largos que no desdeñaban usar muchos que la echan de elegantes; regalados, tirados a la calle, como decía Piria en su fraseología martillera por la bicoca de cinco pesos!



Últimamente invadió el campo de la literatura, y dio a la publicidad un libro que, si por un lado era un reclamo para su negocio, por el otro encerraba verdades muy dignas de tomarse en cuenta. Impresiones de un viajero en un país de llorones titulaba Piria a su obra, simulando el viaje de un extranjero a quien él servía de guía, dándole noticia de los gérmenes de riqueza con que cuenta este país, y explicándole al mismo tiempo las causas que motivan su paralización. Por supuesto que el guía no desperdicia la ocasión de hablar largo y tendido sobre el pueblo Economía y Recreo de Las Piedras, encareciendo el porvenir de esas poblaciones, que con el tiempo llegarán, según él, a ser grandes ciudades, y haciendo entrever a los actuales propietarios la perspectiva de pingües fortunas en un futuro no lejano.



Piria es verdaderamente un hombre útil. Yo, sin conocerle, le estimo como se estima generalmente a todo el que a costa de su actividad y trabajo logra crearse una posición, procediendo siempre con honradez. Así ha procedido Piria siempre, y a esa honradez debe el crédito de que goza y la confianza que en él depositan sus comitentes.



En cambio no poco debe el país a este activo especulador de tierras.



Por iniciativa suya cuenta Montevideo con numerosos núcleos de población en sus alrededores; hacinamientos de casas hoy, verdaderos pueblos mañana, que no sólo contribuyen al bienestar de los habitantes, sino también al aumento de las rentas y a la valorización de la propiedad.



¡Y cuántos que por vía de bromas han comprado ayer un solar, alentados por las facilidades que se le ofrecen para el pago, se encontrarán mañana siendo dueños de valiosos terrenos, y recordarán con cariño al que les tentó a colocar con tan lucrativo rédito los ahorros que hubieran malgastado en futilezas!



Como perpetuación de su nombre, y como acto de justicia hacia el fundador de tantos pueblos, yo propongo que el primer plano de las nuevas poblaciones que proyecta el antiguo martillero del arco del Mercado Viejo sea el del Pueblo Piria, cuya inauguración se ha de festejar, no con iglesias ni estatuas, sino echando los cimientos de una escuela pública, donde reciban educación los hijos de los artesanos, convertidos en propietarios merced a esas ingeniosas combinaciones ideadas por Piria, que le permiten hacer su negocio, haciendo al propio tiempo la felicidad de muchas familias.



Desde ya hago postura por el primer solar que se ponga en venta del Pueblo Piria.


Sansón Carrasco

Artículos

Montevideo, marzo 25 de 1882
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 10
Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social

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